viernes, 3 de julio de 2015

El toro y la estrella en la ciudad de Teruel.




    Es el famoso Fuero de Teruel, concedido el 1 de octubre de 1171 por el rey Alfonso II de Aragón. 
    Así se inicia el texto del Fuero:

Puesto que la memoria es resbaladiza y no es suficiente para la multitud de las cosas, se hace necesario dejar constancia material de ella, a fin de que se restaure íntegramente por el escrito lo que se ha escapado del albergue del pecho por el paso del tiempo. Por esto, sea conocido por todos, presentes y venideros, que nos, Alfonso, por la gracia de Dios rey de Aragón […], hago y pueblo una villa en el lugar que se llama Teruel. Y para que los habitantes y pobladores que lleguen, habiten allí más segura y gustosamente, y otros deseen venir, les concedo y hago esta carta de población, costumbre y franqueza.



   La de Teruel es una bonita historia, que en sus inicios se basa en este magnífico fuero, uno de los más destacados e importantes de España. Es una obra un valor histórico excepcional, no tiene precedentes y primer texto legal de gran extensión redactado en la Península Ibérica. 
   Pero, como todos los lugares de importancia, en algún momento la ciudad sintió la necesidad de envolver sus orígenes en aura de leyenda, y así cuenta con un relato muy popular que narra su fundación. 







   Cuenta que acampadas las huestes de Alfonso II en el cerro que hoy ocupa Teruel, hubo de marcharse el rey urgentemente a otro lugar del reino; los caballeros que iban con él le sugirieron la conveniencia de fundar en el lugar donde se hallaban una villa para reforzar la frontera y él accedió antes de marchar. Pero los señores que habían de encargarse de realizar aquella nueva fundación dudaron sobre la elección del emplazamiento más adecuado… 

   Finalmente decidieron que escogerían aquel que la Providencia les marcara con alguna señal. Y aquella señal no tardaría en llegar. Las tropas moras de los contornos les prepararon una emboscada, enviando hacia donde estaban una enorme manada de toros con las astas encendidas. Los cristianos no solo acabaron con aquella amenaza, sino que dispersaron a los soldados enemigos, adueñándose de la margen izquierda del río Guadalaviar. Y fue entonces cuando vieron, en un alto, a uno de los toros con una luz entre las astas; quizá fuera un resto de la pez o las ramas ardientes que le hubieran colocado, pero parecía una estrella…
   Esa fue la señal que los caballeros cristianos interpretaron como un guiño de la Providencia que les indicaba el lugar donde había de estar Teruel. Y ese fue, por tanto, el lugar elegido. Por eso es por lo que hasta hoy el toro se identifica con Teruel en muchos de sus símbolos: destacadamente, en el escudo, en la bandera y en el monumento que se alza en la plaza que constituye el centro de la ciudad, el famoso Torico.




   Otra versión, que recoge por ejemplo Cosme Blasco y Val en su vetusta Historia de Teruel, afirma que, habiendo determinado el rey y sus caballeros la fundación de una ciudad en la zona, divisaron un toro en un cerro, que mugía y al que seguía en sus movimientos una estrella que desde el firmamento parecía alzarse sobre su cabeza. El animal se paró en la cumbre de un cerro, siempre con el astro sobre él; y aquella visión produjo tal impresión en los cristianos que eligieron aquel lugar para la fundación que intentaban.


















  La relación de Teruel con el toro, sin embargo, podría ser más antigua que todo eso, si se atiende a la existencia de monedas romanas acuñadas con el símbolo del toro y la estrella (mejor, las estrellas, pues suelen ser dos) o a la tradición que afirma que la ciudad fue fundada, en realidad, por unos fenicios que remontaron el río Turia y que, debido a la cantidad de toros que existían en el lugar, dieron el nombre de este animal tanto al río por el que habían venido como a la población recién creada, a la que llamaron Turbao Tor-bat. El erudito decimonónico Miguel Cortés se inclinaba por aceptar esto último, afirmando haberse hallado monedas celtíberas en los contornos de Teruel en las que se veía «el buey arrodillado, en ademán de recibir las divinas influencias de la diosa Venus, representada en el lucero».

















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