domingo, 2 de noviembre de 2014

LA FIESTA DE LOS FIELES DIFUNTOS


 La Conmemoración de los Fieles Difuntos, popularmente llamada Día de Muertos o Día de Difuntos, es una celebración que tiene lugar el día 2 de noviembre, cuyo objetivo es orar por aquellos fieles que han acabado su vida terrenal y, especialmente, por aquellos que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio.
   El Día de los Difuntos es el día designado en la Iglesia Católica Romana para la conmemoración de los difuntos fieles. La celebración se basa en la doctrina de que las almas de los fieles que al tiempo de morir no han sido limpiadas de pecados veniales, o que no han hecho expiación por transgresiones del pasado, no pueden alcanzar la Visión Beatífica, y que se les puede ayudar a alcanzarla por rezos y por el sacrificio de la misa. Ciertas creencias populares relacionadas con el Día de los Difuntos son de origen pagano y de antigüedad inmemorial. Así sucede que los campesinos de muchos países católicos creen que en la noche de los Difuntos los muertos vuelven a las casas donde antes habían vivido y participan de la comida de los vivientes.
   La solemne conmemoración de todos los Fieles Difuntos se debe a San Odilón, cuarto abad del célebre monasterio benedictino de Cluny. Él fue quien la instituyó en 998, y mandó celebrarla en día como hoy. La influencia de aquella ilustre y poderosa Congregación hizo se adoptara bien pronto este uso en todo el orbe cristiano, y que este día fuese en algunas partes fiesta de guardar. En España, en Portugal y en América del Sur, que de ella dependían, Benedicto XIV, había concedido celebrar tres misas el 2 de noviembre, y Benedicto XV, el 10 de Agosto de 1915, autorizó lo mismo a todos los sacerdotes del mundo católico. 

Honor y respeto a los difuntos

La Iglesia Católica, ya desde la época de los primeros cristianos, siempre ha rodeado a los muertos de una atmósfera de respeto sagrado. Esto y las honras fúnebres que siempre les ha tributado permiten hablar de un cierto culto a los difuntos: culto no en el sentido teológico estricto, sino entendido como un amplio honor y respeto sagrados hacia los difuntos por parte de quienes tienen fe en la resurrección de la carne y en la vida futura.
El cristianismo en sus primeros siglos no rechazó el culto para con los difuntos de las antiguas civilizaciones, sino que lo consolidó, previa purificación, dándole su verdadero sentido trascendente, a la luz del conocimiento de la inmortalidad del alma y del dogma de la resurrección; puesto que el cuerpo —que durante la vida es “templo del Espíritu Santo” y “miembro de Cristo” (1 Cor 6,15-9) y cuyo destino definitivo es la transformación espiritual en la resurrección— siempre ha sido, a los ojos de los cristianos, tan digno de respeto y veneración como las cosas más santas.
Este respeto  se ha manifestado, en primer lugar, en el modo mismo de enterrar los cadáveres.
Vemos, en efecto, que a imitación de lo que hicieron con el Señor José de Arimatea, Nicodemo y las piadosas mujeres, los cadáveres eran con frecuencia lavados, ungidos, envueltos en vendas impregnadas en aromas, y así colocados cuidadosamente en el sepulcro.
En las actas del martirio de San Pancracio se dice que el santo mártir fue enterrado “después de ser ungido con perfumes y envuelto en riquísimos lienzos”; y el cuerpo de Santa Cecilia apareció en 1599, al ser abierta el arca de ciprés que lo encerraba, vestido con riquísimas ropas.                      Pero no sólo esta esmerada preparación del cadáver es un signo de la piedad y culto profesados por los cristianos a los difuntos, también la sepultura materiales una expresión elocuente de estos mismos sentimientos. Esto se ve claro especialmente en la veneración que desde la época de los primeros cristianos se profesó hacia los sepulcros: se esparcían flores sobre ellos y se hacían libaciones de perfumes sobre las tumbas de los seres queridos.

Las catacumbas

En la primera mitad del siglo segundo, después de tener algunas concesiones y donaciones, los cristianos empezaron a enterrar a sus muertos bajo tierra. Y así comenzaron las catacumbas. Muchas de ellas se excavaron y se ampliaron alrededor de los sepulcros de familias cuyos propietarios, recién convertidos, no los reservaron sólo para los suyos, sino que los abrieron a sus hermanos en la fe.
Andando el tiempo, las áreas funerarias se ensancharon, a veces por iniciativa de la misma Iglesia. Es típico el caso de las catacumbas de San Calixto: la Iglesia asumió directamente su administración y organización, con carácter comunitario.
Con el edicto de Milán, promulgado por los emperadores Constantino y Licinio en febrero del año 313, los cristianos dejaron de sufrir persecución.
Podían profesar su fe libremente, construir lugares de culto e iglesias dentro y fuera de las murallas de la ciudad y comprar lotes de tierra sin peligro de que se les confiscasen.

Sin embargo, las catacumbas siguieron funcionando como cementerios regulares hasta el principio del siglo V, cuando la Iglesia volvió a enterrar exclusivamente en la superficie y en las basílicas dedicadas a mártires importantes.
Pero la veneración de los fieles se centró de modo particular en las tumbas de los mártires; en realidad fue en torno a ellas donde nació el culto a los santos. Sin embargo, este culto especialísimo a los mártires no suprimió la veneración profesada a los muertos en general. Más bien podría decirse que, de alguna manera, quedó realzada.
En efecto: en la mente de los primeros cristianos, el mártir, víctima de su fidelidad inquebrantable a Cristo, formaba parte de las filas de los amigos de Dios, de cuya visión beatifica gozaba desde el momento mismo de su muerte: ¿qué mejores protectores que estos amigos de Dios?
Los fieles así lo entendieron y tuvieron siempre como un altísimo honor el reposar después de su muerte cerca del cuerpo de algunos de estos mártires, hecho que recibió el nombre de sepultura ad sanctos.
Por su parte, los vivos estaban también convencidos de que ningún homenaje hacia sus difuntos podía equipararse al de enterrarlos al abrigo de la protección de los mártires.
Consideraban que con ello quedaba asegurada no sólo la inviolabilidad del sepulcro y la garantía del reposo del difunto, sino también una mayor y más eficaz intercesión y ayuda del santo.
Así fue como las basílicas e iglesias, en general, llegaron a constituirse en verdaderos cementerios, lo que pronto obligó a las autoridades eclesiásticas a poner un límite a las sepulturas en las mismas.

Funerales y sepultura

Pero esto en nada afectó al sentimiento de profundo respeto y veneración que la Iglesia profesaba y siguió profesando a sus hijos difuntos.
De ahí que a pesar de las prohibiciones a que se vio obligada para evitar abusos, permaneció firme en su voluntad de honrarlos.
Y así se estableció que, antes de ser enterrado, el cadáver fuese llevado a la Iglesia y, colocado delante del altar, fuese celebrada la Santa Misa en sufragio suyo.
Esta práctica, ya casi común hacia finales del s. IV y de la que San Agustín nos da un testimonio claro al relatar los funerales de su madre Santa Mónica en sus Confesiones, se ha mantenido hasta nuestros días.
San Agustín también explicaba a los cristianos de sus días cómo los honores externos no reportarían ningún beneficio ni honra a los muertos si no iban acompañados de los honores espirituales de la oración: “Sin estas oraciones, inspiradas en la fe y la piedad hacia los difuntos, creo que de nada serviría a sus almas el que sus cuerpos privados de vida fuesen depositados en un lugar santo. Siendo así, convenzámonos de que sólo podemos favorecer a los difuntos si ofrecemos por ellos el sacrificio del altar, de la plegaria o de la limosna” (De cura pro mortuis gerenda, 3 y 4).
Comprendiéndolo así, la Iglesia, que siempre tuvo la preocupación de dar digna sepultura a los cadáveres de sus hijos, brindó para honrarlos lo mejor de sus depósitos espirituales. Depositaria de los méritos redentores de Cristo, quiso aplicárselos a sus difuntos, tomando por práctica ofrecer en determinados días sobre sus tumbas lo que tan hermosamente llamó San Agustín sacrificium pretii nostri, el sacrifico de nuestro rescate.
Ya en tiempos de San Ignacio de Antioquia y de San Policarpo se habla de esto como de algo fundado en la tradición. Pero también aquí el uso degeneró en abuso, y la autoridad eclesiástica hubo de intervenir para atajarlo y reducirlo. Así se determinó que la Misa sólo se celebrase sobre los sepulcros de los mártires.
Los difuntos en la liturgia
Por otra parte, ya desde el s. III es cosa común a todas las liturgias la memoria de los difuntos.
Es decir, que además de algunas Misas especiales que se ofrecían por ellos junto a las tumbas, en todas las demás sinaxis eucarísticas se hacía, como se sigue haciendo todavía, memoria —memento— de los difuntos.
Este mismo espíritu de afecto y ternura alienta a todas las oraciones y ceremonias del maravilloso rito de las exequias.
La Iglesia hoy en día recuerda de manera especial a sus hijos difuntos durante el mes de noviembre, en el que destacan la “Conmemoración de todos los Fieles Difuntos”, el día 2 de noviembre, especialmente dedicada a su recuerdo y el sufragio por sus almas; y la “Festividad de todos los Santos”, el día 1 de ese mes, en que se celebra la llegada al cielo de todos aquellos santos que, sin haber adquirido fama por su santidad en esta vida, alcanzaron el premio eterno, entre los que se encuentran la inmensa mayoría de los primeros cristianos.

sábado, 1 de noviembre de 2014

El Frontal de San Pedro de la Catedral


   El Frontal de San Pedro de la Catedral es una bella obra de arte, en que el modesto autor puso toda su alma, sin  regateos, y queriendo superarse a sí mismo, produjo algo digno de ser firmado por los Arphes o Cellinis.
     De una pureza de estilo, su trazado, sobrio dentro de las inimitables filigranas y aun recargos de adornos a que casi inconscientemente se deriva al tratar el Barroco, buscando más la composición que el detalle, sin despreciar a éste por completo, Pedro Palacio, el Zaragozano, trazó los tres medallones en los que aún hay alguna reminiscencia en la forma de su ejecución de los Renacentistas Berruguete y Joli; trazos valientes si que un tanto duros, aunque no muy acusados en el central y la derecha (La Anunciación y Santiago) más definidos en el de la izquierda (San Pedro); de tal forma aun llamaba la atención dicha escuela que en el tiempo en que se construyó el Frontal, cuando ya el Barroco se había formado, aun se conservaba la retina herida por la visión del Renacimiento. A ello se debe sin duda el nombre con que el vulgo dio en llamar a la obra el «Frontal de San Pedro de la Catedral, porque sin duda alguna es lo que más llamaba la atención: el repujado del medallón de San Pedro; y como muy bien dice el adagio: «Vox pópuli...», efectivamente es, de los tres, el mejor repujado, en el que se ve más seguro el buril del artista, y en el que, entre sus «brusquedades», se percibe claramente el martillazo creador. 


    Una vez repujados estos tres motivos—base de la obra —hubo de encuadrarlos y aquí echó mano del estilo; el Barroco le daba material, o mejor dicho, motivos ornamentales más que suficientes para la composición, sólo hubo de tener la discreción, o por mejor decir, el gusto artístico necesario, que sabe abstenerse de hojarasca inútil que sólo sirve para distraer vanamente la atención sin dejarla fijar en algo determinado, que no tema las miradas de la crítica, recurso desgraciadamente muy socorrido y por tanto muy usado por las medianías que tal vez tengan una maravillosa ejecución, pero también, tal vez, ignoren que en una obra de arte, es la que se unen admiráblemente en el mismo artista, la mente creadora y a su servicio la mano hábil que ejecuta. 


   Por depronto, repujó los angelotes que sostienen los medallones de factura irreprochable junto con los rasgos anejos al estilo, guirnaldas; etc., y luego, quiso hacer algo que llamase la atención, y empezó, con verdadero conocimiento del oficio, a abollar la chapa, para luego, en las volutas de encima de los medallones, rematarlos en esquina viva, alarde, si se quiere, más de artesano que de artista; no obstante, el conjunto de la obra también lo acredita como tal, y no de los menos inspirados.


    Murió Pedro Palacio, sin poder terminar la obra, en la que sin duda puso su cariño, si bien dejó ya trazados los jarrones de azucenas de los lados, y unas manos hechas a su escuela, que habían de terminarlo, también con cariño, su hermano, fue el que dio remate a la obra, que en esta Catedral puede admirarse, como uno de los más valientes repujados de su época.

domingo, 12 de octubre de 2014

LA VIRGEN DEL PILAR

    La leyenda sobre sus orígenes se remonta al año 40, cuando, de acuerdo con la tradición cristiana, el 2 de enero la Virgen María se apareció a Santiago el Mayor en Caesaraugusta (Zaragoza). 
      

      

María llegó a Zaragoza «en carne mortal» —antes de su Asunción— y como testimonio de su visita habría dejado una columna de jaspe conocida popularmente como «el Pilar». Se cuenta que Santiago y los siete primeros convertidos de la ciudad edificaron una primitiva capilla de adobe a orillas del Ebro.



La devoción mariana comenzó en los albores del siglo XIII, cuando comenzaron las primeras peregrinaciones a Santa María la Mayor.


  La imagen de la Virgen es una talla en madera dorada; mide treinta y ocho centímetros de altura y descansa sobre una columna de jaspe forrado de bronce y plata y cubierto, a su vez, por un manto hasta los pies de la imagen, a excepción de los días dos, doce y veinte de cada mes en que aparece la columna visible en toda su superficie.

La imagen representa a la Virgen coronada y ataviada con un vestido gótico abotonado. Se trata de una vestidura ceñida por un cinturón con hebilla que llega hasta los pies que permite observar el derecho más que el izquierdo. Una gran pieza de paño le cubre la cabeza y muestra un peinado ondulado. La mano derecha sostiene un pliegue de la ropa, que cubre todo su abdomen y la mayor parte de sus extremidades inferiores. El Niño Jesús se encuentra en la mano izquierda, desnudo. Su figura gira hacia la izquierda y su cabeza apunta al cinturón de la Virgen.


















En la fachada posterior de la capilla se abre el humilladero, donde los fieles pueden venerar la Santa Columna a través de un óculo abierto.







        La Santa Columna está hecha de jaspe, tiene 1,70 metros de altura, un diámetro de 24 centímetros y un forro de bronce y plata. La tradición pilarista afirma que jamás ha variado su ubicación desde la visita de María a Santiago.

    


          El 2 de enero se conmemora la fiesta de la Venida de la Virgen, el 12 de octubre es la fiesta del Pilar y el 20 de mayo es la fiesta de la coronación canónica. Por eso, los días 2, 12 y 20 de cada mes la imagen aparece sin manto, dejando ver la guarnición semicilíndrica de plata labrada de la columna.

                                             

 Es tradicional en Aragón, y también en algunas regiones vecinas, el que los niños sean
presentados una vez en su vida a la Virgen del Pilar, lo que se conoce como «pasar por el manto de la Virgen». Debe de hacerse antes de hacer la Primera Comunión, en esa etapa de la vida en que se considera al niño «inocente», es decir, que no ha alcanzado el «uso de razón». Existen tradiciones similares con otras vírgenes en varias partes de España.

                                                      

         Se atribuyen a la intercesión de la Virgen del Pilar diversos milagros, entre los que destacan la asombrosa curación de doña Blanca de Navarra, a la que se creía muerta, y las de invidentes como el niño Manuel Tomás Serrano y el organista Domingo de Saludes o el llamado «Milagro de Calanda», por el que al mendigo Miguel Pellicer, nacido en Calanda, se le restituyó la pierna que le fue amputada en octubre de 1637.











Simbolismo del pilar

        El pilar o columna: la idea de la solidez del edificio-iglesia con la de la firmeza de la columna-confianza en la protección de María.
        El pilar es símbolo del conducto que une el cielo y la tierra. Es el soporte de lo sagrado y de la vida cotidiana. María, la puerta del cielo, ha sido la mujer escogida por Dios para venir a nuestro mundo. En ella la tierra y el cielo se han unido en Jesucristo.
         Las columnas garantizan la solidez del edificio, sea arquitectónico o social. Quebrantarlas es amenazar el edificio entero. La columna es la primera piedra del templo, que se desarrolla a su alrededor; es el eje de la construcción que liga entre si los diferentes niveles.
         María es la primera piedra de la iglesia; en torno a ella va creciendo el pueblo de Dios; el aliciente para los cristianos, en construir el reino de Dios, es la fe y la esperanza de la Virgen.
        En la Virgen del Pilar el pueblo ve simbolizada "la presencia de Dios, una presencia activa que, guía al pueblo elegido a través de las emboscadas de la ruta".

domingo, 29 de junio de 2014

ATARDECER


A GABRIEL:   
"UN MAESTRO ENSEÑA LO QUE ES"



Las personas que logramos conocerte
tuvimos mucha suerte de habernos cruzado contigo, que Dios te tenga junto a Él.

domingo, 2 de marzo de 2014

CIGÜEÑAS

Hay un refrán que dice: "Por San Blas, la cigüeña verás."

Esta vez no ha sido "por" sino "en " San Blas, localidad de Teruel.

domingo, 23 de febrero de 2014

La leyenda de las torres mudéjares de Teruel



         El mudéjar fue un arte que se desarrolló en los reinos cristianos de la España medieval, pero que era obra de los artesanos mudéjares, es decir, musulmanes que se habían quedado en los territorios reconquistados pero mantenían su fe y buena parte de sus costumbres.

         Estos artesanos desarrollaron un estilo arquitectónico que incorporaba referencias del gótico en aquel momento en boga en la Europa cristiana, pero que incluía también sus propios elementos de tradición musulmana.

    












    Otra característica muy destacada es el uso de materiales considerados pobres: se desecha la piedra, que era la base casi exclusivo para la construcción en la época de torres e iglesias, y se usan el ladrillo y los azulejos. Además, de la necesidad se hace virtud y con estos materiales se diseñan elementos decorativos sencillos, pero de una belleza muy especial.




         Cuatro torres -además de la techumbre y el cimborrio de la Catedral- forman lo más destacado del conjunto mudéjar de Teruel.












        Dos de ellas unen a su belleza arquitectónica y a su valor histórico un encanto extra: son las protagonistas de una de las más hermosas leyendas de una ciudad que, como Teruel, está llena de leyendas.
       Son las del Salvador y San Martín, y como suele ser el caso en estos asuntos, se trata de una historia de amor, y como no podía ser menos, con un componente trágico.






















La historia de Zoraida, Omar y Abdalá
        La leyenda de las torres del Salvador y San Martín nos lleva al Teruel del S XIII por el que dos grandes amigos, Omar y Abdalá, caminaban despreocupados sin saber que su vida iba a cambiar en el instante en el que contemplaron, asomada a una ventana, a la bella Zoraida.
        Empezó entonces una competición por el amor de la joven y la amistad acabó convirtiéndose en odio. Según algunos ella les pidió que cada uno construyera una torre, según otros estaban ya trabajando en ellas, la cuestión es que el padre de Zoraida prometió la mano de su hija a aquel que acabara antes las que hoy son la Torre de San Martín y la del Salvador.
        Las torres se elevaban mientras los dos rivales las cubrían de andamiajes para que no pudiese seguirse bien desde el exterior la evolución de la obra. Había turnos que llegaban hasta la noche, multitud de obreros y un esfuerzo nunca antes visto en la ciudad.
        Omar fue más rápido, pero el día que anunció su victoria y descubrió su obra la ciudad, congregada a sus pies para contemplarla, vió no sólo una bellísima torre sino que se dio cuenta que esta, sorprendentemente,estaba ligeramente inclinada. El propio Omar, al darse cuenta del error terrible que había cometido, subió a lo más alto de su torre y se arrojó al vacío acabando con su vida.
       Del otro lado,  la torre de Abdalá se terminó unas semanas después y se mostró a todo Teruel tal y como la vemos hoy en día: tan bella como perfectamente recta y, lo que resultó sorprendente, con un notable parecido a la de San Martín.
           Por supuesto, Abdalá se casó con Zoraida, si bien la leyenda no alcanza a contarnos si fueron felices el resto de sus días o si, quizá, el recuerdo del desdichado Omar ensombreció su felicidad.
          Hoy en día la torre del Salvador es un centro de interpretación del arte mudéjar en el que se puede acceder hasta su parte superior, en lo que resulta una de las visitas más interesantes de la ciudad. Allí, desde lo alto y rodeado de campanas, se puede ver todo Teruel y uno puede incluso imaginarse la angustia de Abdalá y Omar, mientras veían crecer la obra de su rival.





       La ciudad de Teruel atesora un rico patrimonio artístico mudéjar, reconocido por la Unesco como Patrimonio de la Humanidad en 1986, y que incluye monumentos mudéjares tan importantes como la iglesia de Santa María de Mediavilla y las torres de El Salvador, San Martín y San Pedro, con la iglesia homónima también de arte mudéjar.
         Dos aspectos principales diferencian al mudéjar de Teruel con el resto de España: la abundancia y diversidad de cerámica vidriada en la arquitectura (en el aragonés lo vemos, pero en menor medida), y la apertura a estructuras y ornamentos de tradición almohade debido a su ubicación geográfica.
         El mudéjar de Teruel  una visita obligada por su belleza y esplendor, una ciudad mágica que nos llevará hasta otra época sólo con pasearla…